¿Y si solo somos una tendencia? 

Hace unos días, tomando café con una amiga, a quien llamaremos Aileen Staines (para guardar el anonimato), me proponía escribir sobre los Milenials, de hecho, para convencerme, fue más allá de la sociología y estiró el rango que define a esta rara generación hasta 1979. 

Me quedé pensando en ese tema por unos días y es que no es fácil definir a un grupo que ya ha sido delimitado. 

Curiosamente al nacer en 1979, en teoría nací en el límite de la famosa Generación X, aquella que debido a los graves rezagos de nuestro país en los años 70 y 80, paso de noche por México. 

Siendo muy sincero, creo que mi generación, no en la que me ponen los sociólogos, sino con la que crecí, fui a la escuela y conviví por muchos años, era más una mezcla ridícula entre Baby Boomers, Jones y X. 

Lejos estoy de ser un Baby Boomer como varios amigos, un Jones como dos o tres primos o un sutil miembro de la generación X como mi adorada hermana. 

Me explico: evidentemente no he engrosado las cifras de natalidad, ni me quedé en la filosofía barata setentera y disfruto de los avances tecnológicos al grado de no tener televisión como tal y todo adquirirlo visualmente por streaming. 

Por eso creo que sí, si me han de tener en un grupo, me tocarían los Milenials, uno un poco más viejo, pero que ajusta en sus formas. 

Hay estudios -se lee como página chafa- que aseguran que los primeros Milenials o Generación Y, nacieron en 1979, lo que me pone en un frasco y me etiqueta. 

Peter Pan es uno de los síndromes que sufren los Milenials, ya saben, se tardan de más en dar pasos que nuestros padres dieron mucho más jóvenes. Me declaro culpable. 

¿Miedo al compromiso? No lo diría así, porque es más bien miedo a que el compromiso de un lado sea mayor al del otro. Lo he vivido y apesta. Apesta demasiado ser proveedor. 

Y aquí va claramente lo que Aileen me pidió que escribiera: 

A los Milenials se les acusa de temer al compromiso, de huir de él, de estirar lo más posible pasos que para sus padres fueron tan naturales como el matrimonio o la paternidad. 

¿Saben una cosa?

Los Milenials son inocentes de esta acusación, pues no es malo estirar esa ventana de compromiso hasta lograr estabilidad profesional o laboral. 

La realidad es que nos hartamos de escuchar de padres de nuestra generación hablar de cómo «vivían del amor» porque no tenían para caerse muertos. Hablo de la clase media. 

También nos hartamos de ver a nuestros amiguitos llorar por el divorcio de sus padres, de no saber con quién pasarían el fin de semana, de las peleas porque en realidad esos dos personajes se casaron sin conocerse como debían. 

Nos hartamos de ser hijos de una generación repleta de inmaduros, que en realidad no cumplieron sus sueños, sino el de sus padres de verlos llegar al altar «antes de que me muera mijito». 

No hablo de mis padres porque tienen más de 44 años de casados y creo que eran maduros. 

Nos hartamos de ver como nuestros hermanos mayores se transformaron en una generación de Godinez sin más sueño que pagar sus deudas y que los abuelitos les cuiden a sus hijos cuando decidan que quieren un fin de semana «para vivir su juventud». 

Los Milenials no temen al fracaso, tampoco al compromiso y mucho menos a la tecnología. 

Son ellos los que emprenden, los que están dispuestos a dejar de comprar Tupperware porque no quieren ser Godinez, no por problemas con la autoridad, sino por ganas de crecer, de cumplir sueños y objetivos de verdad. 

Son ellos los que prefieren tener un hijo a los treinta y tantos y no dos o tres a los veinti tantos, por la simple ilusión de darles una vida mucho mejor y un mundo más amable. Y eso, si quieren tenerlo.

Son ellos los que valoran mucho más la lealtad, la pasión, las coincidencias, la cultura, el «estar» que el «es que tiene coche o es que es de mi misma clase, es que es justo lo que mis papás quisieran para mí» para escoger una pareja. 

En realidad, los Milenials no temen al compromiso, pues están comprometidos con quien más importa, consigo mismos. Y si alguien se suma al viaje, bienvenido. 

(La imagen de este texto corresponde a la obra del artista noruego Martin Whatson, quien mezcla grafiti con stencil)